RELATO GANADOR DE LA
“VII EDICIÓN DEL CONCURSO DE RELATOS CORTOS SOBRE LA SEMANA SANTA”
CONVOCADO POR LA COFRADÍA VIRGEN DEL ROSARIO DE CANDÁS.
AÑO 2023
Milagros cotidianos
Ernesto Tubía Landeras
A VECES, LA VIDA TE DÁ UN RESPIRO. Te concede unos segundos de benevolencia en mitad de un afán desmedido, en el que te reconcilias con tu propia existencia y das gracias por haber nacido, simplemente, para vivir un momento como ese.
A mí me sucedió cuando menos creía en los milagros y en la compañía más inesperada. Eso sí, en el lugar que había supuesto el escenario de, no solo toda mi vida, sino la de todos los míos, extendiéndose más allá de las ramificaciones más solidas de todo árbol genealógico. Sí, ese milagro cotidiano, de los que se viven y no de los que te cuentan, sucedió en la Semana Santa de Candás. Cómo no. Dónde si no. ¿Acaso hay lugar más bello que esas calles que saben que en ellas diste cuerda a tus latidos y conservan el eco sordo de tu aliento más profundo? Creo que no.
Con noventa y tres años cumplidos en febrero —a la sazón el catorce y por ello de nombre le pusieron Valentín—, mi abuelo no era capaz de reconocer su rostro en el es- pejo, el nombre de sus nietos —yo era el mayor de ellos—, cómo era llevarse una cuchara a la boca o el modo de contener la orina en la vejiga. El alzhéimer, esa cruel enfermedad que engulle la vida a bocados, nos lo había robado a dentelladas, recuerdo a recuerdo, hasta convertirá al abuelo en una vaina desventrada, con el rostro ausente y las pupilas nimbando agrisadas en mitad de una mirada perdida.
Por eso mismo, por su ausencia en su propio ser, nadie en la familia comprendió el motivo por el que quise llevarlo, por última vez quizá, a la Semana Santa del pueblo. Mi padre y mi tío Emilio, afincados en Gijón, habían decidido que pasara los últimos años de su vida sumido en la placidez estertórea de una residencia de ancianos de la cercana urbe. Y allí vivía. O moría poco a poco; quién sabe.
Cuando dije a la familia que quería llevarlo a Candás, a que pasara en mi casa, con mi mujer y los niños, la Semana Santa, me miraron con el mismo mohín que hubieran lucido si me hubiera salido un tercer ojo o les hubiese dicho que acababa de ver desde la playa un hipocampo. No obstante, nadie puso objeciones y así, el Viernes Santo, el abuelo re- gresó al pueblo, tras haber salido de él hacía cinco años, cuando ya resultaba imposible cuidarlo en casa, estando el resto de la familia sumido en el insoportable trajín en el que se ha visto enredado, por decisión propia, el ser humano del siglo XXI.
Paseamos su silla por los lugares de antaño, donde el niño que un día fue metamorfoseó en el hombre que había sido faro y referente de toda la familia. Me dolía, no voy a negarlo, verle perdido, con el gesto adormilado, el bezo caído y las manos como garras sobre el vientre. Y aun así, creía que debía hacerlo. Ni siquiera en la procesión del Sábado Santo, con la Virgen enlutada y el rostro cubierto, que tanta emoción otrora le provocaba, asomó un leve gesto en su rostro que pudiera recordarme al abuelo; ese que escondía monedas de duro en mis bolsillos, me regalaba barquillos a escondidas de mi abuela y me llevaba a ver al Sporting cuando juntaba cuatro pesetas, echando horas en el puerto. He de admitirlo, hubo un momento, cuando regresábamos el sábado a casa tras la procesión, que creí que había sido un error, que yo estaba sufriendo y él no lo estaba disfrutando.
Quedaba, no obstante, su liturgia favorita, la que antaño le erizaba la piel de los brazos y extraía lágrimas emocionadas de su mirada: el día del Encuentro.
Así las cosas, nos llegamos a primera hora al Paseín y buscamos un lugar en primera fila, donde ubiqué su silla y me dispuse a su lado, acuclillado, agarrando su mano mientras aguardábamos que el Santísimo Sacramento llegara desde el templo parroquial y su amada Madre lo hiciera desde el puerto.
Frente a nosotros, con el eco sordo de los suspiros emocionados de oriundos y forasteros, que se llegaban hasta Candás el Domingo de Resurrección, a contemplar una de las más bellas procesiones del norte de España, se dio el milagro. Su milagro. Nuestro milagro. Un milagro cotidiano, del día a día; esa clase de hechos extraordinarios que nutren las conversaciones familiares en las cenas de Nochebuena y las veladas, cerveza en mano, de las fiestas del Santísimo Cristo.
Mientras la pértiga retiraba el velo del hermoso rostro de nuestra virgen, el himno nacio- nal enmudecía los suspiros y la rojigualda descendía sobre la pareja alrededor de la cual la vida del hombre cobró sentido, mi abuelo alzó la cabeza, me miró y esbozó una sonrisa a la que ni la avanzada edad había logrado robar una sola pieza.
—Esto es lo más bonito que se puede ver en la vida, Jonás —musitó, en poco más de un bisbiseo ininteligible, que tuve que escuchar de cerca, echándome sobre él, para res- catar y comprender—. Y, ahora, vamos para casa, que mi Tomasa estará por llegar — concluyó, dejando que el gris regresara a su rostro y apagara la luz que aquel milagro había vertido siquiera unos segundos sobre su memoria.
Le abracé con tanta fuerza, aún con el sonido del himno revoloteando sobre nosotros, que creí que sus nonagenarios huesos iban a quebrarse por mi emocionada presión. Lo había conseguido. Aquel Encuentro ceremonial, precioso y mágico, había obrado el mi- lagro. Porque puede que Tomasa, mi abuela, llevara ya más de diez años enterrada en el camposanto del pueblo y que yo no fuera Jonás, su hijo, sino Ricardo, el mayor de sus nietos. Pero durante unos breves segundos mi abuelo sí fue mi abuelo, gracias al milagro del Encuentro. Y eso, a mí, me bastaba.
RELATO GANADOR DE LA
“I EDICIÓN DEL CONCURSO DE RELATOS CORTOS SOBRE LA SEMANA SANTA”
CONVOCADO POR LA COFRADÍA VIRGEN DEL ROSARIO DE CANDÁS.
AÑO 2014
De tierras lejanas...
...ha llegado el hombre a este pueblo norteño. Un largo y penoso peregrinaje en busca de trabajo. Atrás quedó su tierra cálida. Su mar azul y tranquilo. Acá encontró, no siempre, un viento borrascoso. Un mar gris, agitado. Alegre por haber encontrado, de momento, lo que buscaba: trabajo y esperanza. Triste porque allá quedaron mujer e hijos.
El trabajo... más o menos el mismo. Sacar de la mar, madre generosa, a veces también cruel, los peces que la habitan. Trabajo, por otra parte, siempre duro.
Es posible que aquí no lo acepten del todo como uno de los suyos. Aunque él no se siente distinto. Eso no le desanima. Luchará con todas sus fuerzas para que no se fijen únicamente en el color de su piel, sino ante todo en sus sentimientos.
Cuando lo haya conseguido, así como el dinero necesario, llamará a la mujer y a los hijos. Quisiera que se hicieran hombres en este lugar. Él les ayudará. Y también que desaparecieran el temor y la duda en los ojos de su mujer.
Ha conseguido hacerse con el idioma. Un conocimiento pobre todavía, pero suficiente para entender lo más necesario y para que le entiendan.
En cuanto a las costumbres... Lo intenta con lentitud y prudencia, sin llamar la atención. Un vaso de vino... o dos en la taberna del pueblo tras finalizar la dura faena de la pesca. Mientras, sonríe y escucha.
Aparentemente no ha sido rechazado. Sí nota que aún falta que pase más tiempo para ser considerado como uno más.
Hace todo lo posible para participar. Para entender sus fiestas que... algunas bien extrañas le resultan.
Y es por eso por lo que esta noche la pasará en vela en el salón de la Cofradía de Pescadores acompañando a la imagen de unamujer. La Virgen del Rosario, así ha escuchado nombrarla a sus compañeros.
No se atrevió a ofrecerse llevarla a hombros algún tramo del recorrido. Los pescadores del lugar se pelearon por ello, amigablemente pero con firmeza.
No acaba de comprender la devoción que manifiestan ante esta imagen. Supone que la consideran su protectora en la mar, una Madre amorosa. Le rezan, le suplican ayuda en los momentos difíciles. Y... algo extraño para él. A veces es como si le exigieran esa ayuda.
A él, ese rostro sereno y paciente, le recuerda el de su madre, avejentado por el hambre y el penoso trabajo. Capaz, a pesar de ello, de regalar amor a manos llenas. Con la misma mirada que él ve ahora en esa imagen. Incluso lleva un velo negro, que le cubrecabeza y rostro, semejante al que usan las mujeres mayores de su tierra.
De sus labios se escapa una plegaria sin voz. Aún no conoce la que los compañeros que están a su lado musitan a ratos. Le pide proteja a su familia.
La negrura de la noche ha ido dejando paso a una tenue luz blanquecina, plateada. Se acerca el nacimiento de un nuevo día. Él se siente tranquilo.
Nerviosismo y expectación. Beben una taza de café con un chorrito de aguardiente para espabilar la modorra y darse ánimo. Él hace lo mismo para no desentonar. Escucha cómo comentan entre ellos que esa mañana tendrá lugar algo muy especial, el encuentro de la Madre con su Hijo. Extrañeza y silencio ante ese acontecimiento desconocido para él.
Un pequeño grupo de compañeros pescadores se colocan alrededor de la imagen y, con emoción en los rostros, le levantan con mimo y colocan sobre los hombros las varas de las andas.
Se abre el portalón de la sala de la Cofradía y salen despacio, como si, con su andar cadencioso, acunasen la imagen de la Madre. También él siente un extraño pinchazo en el corazón, una emoción desconocida. Les sigue unos pasos atrás, medio escondido.
Hombres, mujeres y niños siguen con respeto el paso de la imagen. Contemplan con expectación el rostro de la Madre. Mueven los labios en silencio. ¿Una plegaria? ¿Una petición?
Otra procesión se acerca por una calle cercana. Él no consigue comprender qué significa. No pregunta. Calla y observa con respeto. Delante de un edificio imponente se detienen todos. Silencio.
Los hombres que llevan la imagen de la Mujer inclinan las andas por tres veces. En la última, un hombre con una vara larga retira, con un movimiento decidido, el velo negro que cubre el rostro de la imagen. ¡Suspiro de alivio! Debajo lleva uno blanco.
Repican las campanas, retumban los tambores, suena la música. Todo el pueblo canta con devoción. Él siente también una emoción especial, desconocida. Algo que le conmueve en lo más íntimo.
No entiende todas las palabras del canto. Únicamente tres, que se repiten: ¡Estrella de los Mares!
Y él cree, ¡lo necesita!, que esa Estrella ilumina todos los mares. También el suyo, tan amado y tan lejano. Y el de ahora, tan lleno de ilusión y esperanza.
Isabel Micó Feliz
RELATO GANADOR DE LA
“II EDICIÓN DEL CONCURSO DE RELATOS CORTOS SOBRE LA SEMANA SANTA”
CONVOCADO POR LA COFRADÍA VIRGEN DEL ROSARIO DE CANDÁS.
AÑO 2015
1959...
Aquel sábado estaba marcado con una cruz de color rojo en el almanaque de la cocina y en el corazón de mi madre.
Las paredes de mi casa se habían achicado después de aquello y se respiraba un silencio atronador por las mañanas. El luto aún estaba presente. No resultaba fácil ser el hijo de un náufrago. Y menos en Semana Santa.
Yo, aquel día, como de costumbre, ajeno a la deflagración que había supuesto la muerte de mi padre en la familia, me levanté nervioso y corrí al baño, apoyé las rodillas en una banqueta de madera, pintada de azul, que llevaba mil años en aquel baño y pegué mi imberbe y afilada barbilla al marco oxidado de la ventana, luego, estiré el cuello y giré la cabeza con todas mis fuerzas hacia la izquierda. Era el único lugar de la casa desde el que se veía la mar. A aquella hora, tímidos rayos de sol se filtraban entre los resquicios de un cielo encapotado, añil como el morado de aquellos días. Las olas perdían su bravura y venían a morir a la orilla, lentamente, deshaciéndose entre la espuma. Pensé en mi padre. Recé un Padre Nuestro. Era Sábado Santo.
Candás vivía aquellos días con una solemnidad hermosa. La tradición marinera estaba presente en todas y cada una de las procesiones. Mi padre siempre decía que las raíces de un pueblo están en todas y cada una de las ramas de sus habitantes y la villa marinera estaba llena de gente aquellos días. Sus calles respiraban el fervor popular de la Semana Santa, el aroma del salitre en el aire y la pasión religiosa. Todo ello a partes iguales.
Recuerdo la tarde de aquel sábado perfectamente, a punto de subir los peldaños de la escalinata para por primera vez tomar el testigo de mi padre y bajar a hombros la Virgen del Rosario, ajustándome la corbata y escuchando a mi madre por el pasillo: ¡Que no te pille el rapón!
En Candás la tradición del Sábado Santo sobrepasaba todas las expectativas. La responsabilidad de llevar a la Virgen aquel día desde la iglesia hasta el Ayuntamiento, enlutada, por las calles abarrotadas de gente, con esa mezcla de silencio respetuoso y el fervor marinero me infundían un respeto mayúsculo. Yo tenía por entonces catorce años, justo los mismos que había estado mi padre cargando a hombros a nuestra Virgen. La emoción de ver a mi madre, junto a mí, durante todo el trayecto, llenó mis ojos de lágrimas. Quizá fue ahí cuando me di cuenta por primera vez lo que estaba pasando, las raíces de las que hablaba mi padre nunca morían. El peso de la tradición y la honra marinera con la Virgen del Rosario quedó tatuada para siempre en mi corazón.
Al llegar al Ayuntamiento la Salve Marinera sonó con dulzura y fe, incluso aplacó las nubes que presagiaban agua. La solemnidad y la pasión de un pueblo entregado a sus raíces se veía reflejada en el respeto y el silencio sepulcral que se respiraba esa tarde. Los aplausos rompieron la emoción.
A hombros bajamos a la Virgen del Rosario a la Cofradía de Pescadores. Mi madre vino a mi lado en todo momento. No había vuelto a la Cofradía desde que murió mi padre. Cientos de marineros esperaban a nuestra Virgen para acompañarla toda la noche, las puertas de la Cofradía permanecieron abiertas durante la madrugada y muchos candasinos se acercaron a verla en aquel majestuoso altar lleno de flores y atributos marineros. No me dio tiempo a tener sueño. Estaba nervioso. Pensé mucho en mi padre, en las raíces, en lo orgulloso que estaría de mí, viéndome desde el cielo pasar aquella noche con la Virgen del Rosario. La última noche antes del encuentro con su Hijo.
El Domingo de Resurrección era el día grande de la Pascua candasina y el Santísimo Sacramento salía bajo palio desde la Iglesia de San Félix, de nuevo, por las calles de Candás.
Desde el puerto, la Virgen del Rosario, de nuevo a hombros, salía al Encuentro. Desde la cuesta del Ayuntamiento acerté a ver a mi
madre, ajena a todo aquel bullicio y gentío, junto a un árbol del Paseín mirando la escena. La vi secarse las lágrimas varias veces, supongo que con un pañuelo que llevaba siempre, con las iniciales de mi padre bordadas.
Fue entonces cuando la imagen de la Virgen del Rosario y el Santísimo, frente a frente, con miles de personas a su alrededor, inundó Candás de tradición y fe.
Inclinamos a la Virgen del Rosario tres veces, se escucharon varios suspiros, y a la tercera reverencia el velo fue retirado limpiamente y dejó ver a la Virgen a su Hijo.
Jamás olvidaré la belleza del rostro de la Virgen. Toda la expresividad del mundo cabía en aquella mirada. El himno nacional y la bandera española, sincronizados ambos a la perfección, ambientaban la escena. La Pascua de Candás estaba allí. En las famosas raíces de las que hablaba mi padre. En el fervor de un pueblo, en su respeto y en su pasión.
Más tarde, acompañé a mi madre al muelle de nuevo. Las embarcaciones candasinas salían a la mar a festejar que al retirarlimpiamente el velo a la Virgen presagiaba buen año de pesca en Candás.
Los dos miramos la mar.
La majestuosidad.
El infinito.
Ella guardaría de mi padre para siempre.
Alfredo Pérez Berciano
RELATO GANADOR
IV EDICIÓN DEL CONCURSO DE RELATOS CORTOS SOBRE LA SEMANA SANTA”
CONVOCADO POR LA COFRADÍA VIRGEN DEL ROSARIO DE CANDÁS. AÑO 2017
Nadie tiene la culpa de estar solo.
POR Miguel Sánchez Robles
Querido Dios:
Cuando yo era muy joven, muchacha que cerraba los ojos y se ponía a dar vueltas con los brazos abiertos debajo de las nubes o a querer volar en un aeroplano de hojalata, me preguntaba por qué les gustaría tanto a las personas mayores el peso lento y solemne en los pasos de la Semana Santa y sobre todo el de nuestra Virgen del Rosario de Candás. Ahora lo sé. No sabría explicártelo, pero Tú sabes que lo sé. Como sé también que lo más duro de envejecer es ese sentimiento de que has perdido algo muy impor- tante en algún sitio y no sabes qué cosa ni qué sitio.
A veces creo que todo es más mentira que real y que debería haber un águila que nos lleve a algún lugar importante y que deberían llover lágrimas o existir inyecciones que succionen la grasa de nuestro corazón. Cuando llega la Semana Santa a mi Candás natal y hay un olor tristísimo de cirios en casa y en la iglesia, yo me pongo hiperestésica, sensible, lloradora. La Semana Santa es mi “estación de ser” favorita. Me hace ver el mundo con una gasa muy bella que hay en mis ojos de maestra jubilada que adora lo profundo de la vida, esa cosa, Señor, que nos has dado.
Cuando llegan estas fechas, yo siempre pienso en Ti mientras camino muy bien vestida por las calles estrechas y preciosas de Candás para ver una procesión o asistir a las liturgias. Pienso en que debería haber un templo que perdonara el dolor que producen en el pecho las grandes síntesis omni- comprensivas y las cosas que con la edad se nos han quedado en el alma para arañárnosla. Y entonces, siempre me gusta hablar contigo para pre- guntarte: ¿Por qué amamos lo que huye? ¿Por qué yace en las tumbas el ser humano a solas? ¿Por qué el tiempo devora los seres y la risa y la memoria? ¿Cuántos kilómetros hay entre tus ojos y los míos? Puesto que nada dura y la gente se muere, nos morimos, yo vuelo cuando sueño y me pregunto por qué amamos lo que huye, por qué no quedan otras tareas en mi vida y yo tengo que matar los fines de semana jugando al Scrabble o haciendo tanto aerobic en el Hogar del Pensionista. Es tan bonito estar viva. Es tan bonito pensar esto mientras has cerrado los ojos para soñar un poco. Es tan bonito seguir amando las cosas.
Querido Dios, yo amo mucho lo que huye y lo que fuimos. Amo mi infancia muerta y la belleza marchita de los rostros adultos de la gente que pasa por la calle. Amo los sueños rotos y perdidos. Amo a los mendigos que piden limosna como un asno pasmado debajo de la lluvia y en Semana Santa siempre les doy más limosna. Amo a las mujeres ancianas como yo, que se parecen un poco a la madre de “Psicosis” y se ponen abrigos de pieles y van con ellos puestos a misa de siete por la tarde y, al volver a casa, compran napolitanas de crema en una confitería y se las llevan en un paquete de papel colgado de los dedos por el cordón del precinto. Y tam- bién adoro esos instantes en los que el alrededor de tu vida vuelve e ser azul claro y entonces vas a la peluquería y te pones unas bonitas mechas blancas o te compras un velo negro de seda y te decides a escribir esa carta rara e imposible que todos hemos querido alguna vez escribirte y que yo siempre le mandaba a los niños de la escuela como un ejercicio más de redacción en la Cuaresma, antes de las vacaciones de Semana Santa.
Querido Dios: Viendo las procesiones de mi pueblo siempre me acuerdo mucho de Ti, de tu muerte que es la muerte más injusta y conmovedora que la humanidad ha cometido. Veo el paso lento de nuestra Virgen del Rosario, tu Madre, y lloro sin que se me note mucho. Lloro por Ti y por mí y por Ella y por envejecer y por la soledad y la vida. Todo revuelto, Dios, todo revuelto. Es un llanto humilde y muy hermoso. Es un llanto de luz. Es algo que me cura como nos cura a las personas mayores la eucaristía pequeña de las mañanas azules que vemos amanecer frente al mar. Algunas veces, cuando atardece, beso una mata de alhábega que tengo en la cocina, le robo un poco de olor con la mano y me la llevo a la nariz y después miro y repaso muy despacio todas las cosas quietas de mi casa. Entonces, cuando llego a una imagen de Ecce Homo Tuya que tengo en un cuadro de la sala, siento ternura por Ti y por mí y por todos nosotros. ¡Todos nosotros! ¡Qué bonito es eso de todos nosotros! Entonces también lloro, vuelvo a llorar y me dan ganas de escribirte un soneto. Me siento sola, como a lo mejor Tú también te sientes Solo, y sufro por nuestra soledad y por todos nosotros. Entonces, hoy, Jueves Santo, pensando en todas estas cosas, viendo la foto- grafía de Ecce Homo que tengo enmarcada en mi salita junto a la imagen de mi querida “Virgen del Rosario”, he terminado de escribirte este soneto que vengo puliendo desde hace muchos años. Es mi elegía por Ti, mi elegía a Ecce Homo, mi elegía al Dios Solo y a todas las semanas santas de mi Asturias querida:
“Dios no tiene la culpa de estar solo. Dios, qué gigante tan entristecido. Hay que cantarle una canción de cuna, No por terror, por compasión humana”.
J. L. Cano Ramírez
Y eso es todo Señor. Yo también estoy sola como Tú en este pequeño y pre- cioso pueblo del Cantábrico. Perdona que no haya encontrado una rima mejor en el verso octavo. Perdona mi atrevimiento en esta carta. Pero es Semana Santa en mi Candás natal y ya me he arreglado para ir a rezar a las iglesias.
Candás. Jueves Santo.
Tuya, Señor, Felisa Rocamora. Una maestra creyente y jubilada.
Miguel Sánchez Robles
RELATO GANADOR
VI EDICIÓN DEL CONCURSO DE RELATOS CORTOS SOBRE LA SEMANA SANTA”
CONVOCADO POR LA COFRADÍA VIRGEN DEL ROSARIO DE CANDÁS. AÑO 2019
La devoción
POR José Ramón Fernández Gutiérrez
La devoción. “Así rezaba en el archivo digital que Petra estaba leyendo en la sacristía. Gracias a ese documento, se conservaban todos los relatos escritos, año a año durante ciento cinco, en el marco del concurso orga- nizado por la Cofradía de la Virgen del Rosario. Una joya que nos unía al pasado más remoto. Hacía setecientos años de aquello. Cuatrocientos años habían pasado desde la reorganización que borró las estructuras administrativas anteriores. Trescientos años desde la repoblación con colonos salvadoreños. Doscientos desde la revolución pagana tecnológica que había puesto fin a las procesiones. Cien años desde la mini glacia- ción. Siete centurias transcurridas desde aquel relato, pero la fe seguía viva en la comunicad católica de San Félix del sector C, que tanto para los originarios como para los colonos, ya tan mezclados que eran todo uno de color y sentimiento, seguía siendo Candás, la villa del Cristo.
El tercer viernes de cada mes, siguiendo la costumbre, se celebraba la reunión del Consejo Pastoral, presidido por Fernando, el rector de la parroquia. Junto al sacerdote, formaban la asamblea, Petra, Luz y Pablo. No eran muchos, pero sí suficientes para representar el sentir de la comu- nidad, firme y tenaz, pero desgastada por el paganismo tecnológico, radicalizado desde la revolución del siglo XXVI. Todo era más rápido y palpable, pero el pensamiento había quedado adormecido por la ciencia exacerbada. Los miembros del Consejo Pastoral decían una frase al verse: Deum super omnia, Dios por encima de todo. Era lo natural entre los muros de la venerable Iglesia, pero revolucionario en un mundo en el que hasta los coches volaban.
Hacía tiempo que a Petra le rondaba una idea, y la reunión del Consejo Pastoral del mes de diciembre de aquel año 2718, fue el momento de exponerla:
¿Habéis leído algún relato de la Semana Santa? Los que están en el archivo digital del concurso literario de la Cofradía del Rosario.
Sí, respondieron don Fernando y Luz. De hecho, señaló el sacerdote, alguno es muy interesante. Nuestros antepasados celebraban la Semana Santa con un esplendor envidiable. La belleza al servicio de la espiritualidad.
Pues siendo así, queridos amigos, tengo una idea, dijo Petra. ¿Por qué no emulamos a los candasinos originarios en la próxima Semana Santa de 2719?. De repente cayó la bomba, y el Consejo se convirtió en un remolino de opiniones.
Los católicos habían aprendido el arte de la prudencia. El culto era totalmente legal. No podría ser menos en pleno siglo XXVIII, en la era de la democracia digital de quinta generación, pero el problema no era ese. La limitación era la autocensura, la adaptación al entorno, y es que la paganización tecnológica había hecho estragos. El Consejo Pastoral tenía presente que sólo en virtud de una ley del directorio europeo, las comu- nidades católicas ibéricas habían podido conservar el papel, por tradición y exotismo, pero nada más, porque la digitalización era el becerro de oro rampante, y los árboles no se podían talar para hacer libros, proclamaban los manuales del buen ciudadano.
Orden, rogó Pablo a sus amigos consejeros. ¿Por qué no intentarlo? ¿Por qué no ser valientes? ¿Por qué no honrar a los que nos precedieron y reivindicar a los que no se atrevieron?
Don Fernando dudaba, pero era de los que en la encrucijada, solía optar por el riesgo, y así, terció y remató: mañana hablaré con el gerente. En Pascua, resucitaremos como el Señor.
Al día siguiente, el reverendo se dirigió al despacho de Marvin, el gerente del sector, que ejercía como administrador designado por el gobierno de la región noroeste para la llevanza de los asuntos ordina- rios. La relación entre ambos era distante pero cordial. Don Fernando le dijo: Marvin, la comunidad de San Félix quiere celebrar la Pascua como antaño. Procesionando con el Santísmo por las calles de la vieja Candás. Necesitamos permiso, y que el tráfico ese domingo quede suspendido en el centro durante una hora. Sé que no es de tu gusto, ni probablemente entiendas su alcance, pero piensa que un acontecimiento así atraerá a personas de toda la región. Nosotros celebramos nuestra fe, y tú celebras el aumento de visitantes.
El gerente dudó, pero su espíritu pragmático y dinerario, le llevó a aceptar. ¿Por qué no? Hagamos el experimento. Y ambos quedaron conformes.
Tres meses más tarde... aquella mañana el cielo despertó gris. El domingo de Pascua caía en marzo, y desde hacía muchas décadas, la primavera nacía en junio. La noche anterior había estado granizando, y el suelo resba- laba. El panorama entristeció a Petra. En aquellas condiciones, no podía haber procesión. Tanto desvelo para nada, pensaba, mientras se acercaba al puerto en su matinal e imperdonable paseo por la playa. Sin embargo, cuando encaraba la bajada al arenal, y divisó la mar, una escena incon- mensurable iluminó su cara: una imagen de Cristo crucificado estaba varada entre las rocas de la orilla. Petra, muy nerviosa, se acercó. Aquello le parecía un signo prodigioso. Una renovación de fe entre agua salada y arena. Cristo en Pascua, y enrollado al madero, un mensaje en formato digital sumergible que rezaba: “Alégrate, María: Jesús ha resucitado”.
Ese día, la Pascua fue como tantas otras desde hacía siglos, pero la comu- nidad católica de San Félix reverdeció, en el conocimiento de que el Señor había vuelto a ser rescatado en brazos de Candás. ¡Aleluya!, ¡Aleluya! SIEMPRE ES PASCUA.
José Ramón Fernández Gutiérrez